La Amante de mi Esposo #Vida #Pareja #Matrimonio #Gregoriff

Cada vez que mi esposo regresa a Pittsburgh de México, le digo que tiene ese delicioso aroma a pueblo. Huele así durante días. Me sonrojo al decirlo: pareciera un detalle de un relato de una joven de 19 años que acaba de pasar un semestre fuera de casa —olía a ahumado, piel y pino mientras me hacía girar—, pero es cierto. Me toma por la cintura, me acerca a él y olfatea mi cabello de manera sensual: “Mmmmm”, dice. “Hueles a centro comercial”.

“Tonto”, contesto. Llevamos diez años juntos, siete de casados, y todavía me sorprende que mi esposo, Jorge, huela tal como olía la primera vez que nos besamos. Eso fue en un bosque nuboso de la sierra sur de Oaxaca, en un camino de terracería a varios kilómetros de un pequeño poblado conocido por sus hongos alucinógenos. Nos encontrábamos bajo el influjo de esos hongos, yo hablando de mundos amarillos y azules; él llorando por razones oscuras; luego, los dos, sorprendentemente serenos, comiendo peras. Nos inclinamos y nos besamos y su olor me sorprendió: un olor dulce a humo de pino, a sol sobre la piel. Oler aquello en nuestra casa rentada de Pittsburgh me causa un sobresalto, pero resulta familiar.

Es la misma impresión que cuando Jorge habla con nosotros a través de FaceTime desde una presa seca en el istmo de Oaxaca, con la tierra agrietada hasta donde alcanza la vista a su alrededor. “¡Papi, tengo gomitas!”, dice Elena, nuestra hija de dos años, y lo saludamos desde su cama de Ikea con almohadas en forma de nubes de lluvia sonrientes. Le leo a Sandra Boynton, le doy espagueti para cenar y luego un baño de burbujas, la acuesto en su cama. De vuelta en México, un hombre enfiestado golpea a Jorge en la cabeza con una piña que le avienta desde el lomo de un caballo; él toma mezcal y escucha relatos de peleas de cantina; fotografía a travestis en una fiesta de toda la noche en un clima de casi 38 grados Celsius.

Hace un año, hace dos años, me habría sentido celosa y molesta al despedirme de él. Habría querido estar ahí, o que él estuviera acá, para que ambos compartiéramos la misma experiencia y perspectiva. Ahora, me siento mayormente cómoda en lo que reconozco que es mi lado de la brecha. Me tomó algo de tiempo admitir que siempre habrá una brecha entre su México y mis Estados Unidos, entre los nosotros que se han formado de cada lado. La brecha disminuye y se ensancha dependiendo no de si estamos en el mismo país, sino más bien del momento específico de nuestras vidas, de lo que necesitamos, de dónde buscamos sentido a la vida. Con el paso de los años, y especialmente de la paternidad, él se vuelve más su yo mexicano y yo, más mi yo estadounidense.

Me veo a mí misma como un conglomerado de identidades y —disculpen la expresión— un crisol. No es que me imagine que estoy hecha de varias etnicidades (aunque lo soy, de toda Europa), sino más bien que me imagino que en realidad no tengo una identidad cultural “estadounidense” sino más bien una mezcolanza de varias “yo”: la viajera, la escritora, la madre, la originaria de Ohio. Estoy dispuesta a satirizar e interrogar a cada una de ellas, pero Jorge no está dispuesto a hacer eso con su yo del pueblo. En ocasiones necesita sentarse con un abuelito en un patio de piedra, dar sorbos al café de olla, escuchar a la banda interpretar “Dios nunca muere”. Necesita eso o su alma se marchita, y lo dice en medio de una agonía melodramática sin una gota de ironía. Me ha llevado mucho tiempo aceptar que puede tenerlo, solo, sin que por ello yo, o el lugar que ocupo en su vida, sea menos importante.

Me ha llevado mucho tiempo aceptar que en cierto sentido tiene una amante y que esa amante es su tierra, a la que siempre volverá y siempre necesitará, incluso si pasa largos intervalos sin volver a ella, o si duda. Me cuesta no sentirme terriblemente vulnerable ante eso. Sin embargo, en esta etapa del matrimonio, después de todo el romance de los primeros años y la ofuscación loca de la paternidad y maternidad recientes, parece servir para estrechar nuestra intimidad al aceptar nuestras diferencias.

Ambos tenemos 35 años. En cierto sentido, a medida que nuestra vida se afianza más fuertemente en aquellas cosas que damos por hecho, estamos cada vez menos seguros de quiénes somos. Yo busco sentido en la escritura, paso mis días frente a un escritorio cubierto de notitas pegadas por todas partes, en una esquina de nuestra habitación. Jorge toma fotos de bodas, mientras que en México hace fotografía de documentales y obras de arte. Es amado como estrella de la escena artística de Oaxaca. Él preferiría hacer lo mismo en Estados Unidos, pero está dedicado ahora a su negocio y —debido a la forma en la que creció, tan distinta de cómo lo hice yo en los suburbios sin siquiera poner en entredicho una red de seguridad financiera— no se arriesgará a abandonar ese trabajo por otra cosa mucho menos segura.

México se ha convertido para él en un refugio de significado y eso me asusta un poco, porque me da lástima ser el orden establecido en comparación con su amante exótica y emocionante, pero a estas alturas de la madurez puedo aceptar que la vida familiar exitosa se parece menos a la balanza perfectamente equilibrada —diez naranjas de este lado y diez del otro— y más a un caleidoscopio, en el que las piezas cambian continuamente de estructura, recomponiéndose sin cesar.

Margaret Mead, quien se casó tres veces, alguna vez dijo que cada persona tiene tres matrimonios, sin importar con cuántas personas se case. Ahora estamos en nuestro segundo matrimonio. Mientras nuestra hija se acerca a la educación preescolar y comienza a hacer preguntas como: “¿Eres ‘mericana? ¿Mi papi es ‘mericano?” nos estamos convirtiendo en distintos yoes. Está nuestro yo que es padre —un “¡Ay, Dios mío!”, se me escapó el otro día mientras mi marido bajaba las escaleras con su gorra de béisbol, sus pantalones de mezclilla y sus tenis Puma, “¡Te ves como un papá!”— y nuestro yo profesionista, pero también los demás yoes que estaban ahí mucho antes de que nos conociéramos.

Mi esposo quiere comprar la casa que su familia renta en su pueblo montañoso. También viajamos cada fin de semana a la granja de mis padres en Ohio, donde caminamos por el arroyo buscando salamandras. Hay momentos polémicos en los que uno o ambos extrañamos a nuestros yoes de 26 años, que aceptaban las diferencias culturales con los brazos abiertos y con ingenuidad porque nos parecían increíblemente interesantes y para nada importantes en realidad. Podíamos ser quienes quisiéramos y lo que quisiéramos sin ningún “toma y daca” de por medio y con muy poco que perder. Ahora, tenemos una hija y una vida más sedentaria. Tenemos nuestra profesión.

Lo que permanece y lo que surge de estas circunstancias es lo que importa: mi escritura; su México. En un campo en el que cedemos todo el tiempo a menudo el más grande regalo que podemos darnos mutuamente es un yo que no tenga nada que ver con la familia, la casa o nuestra vida; un yo distinto del pasado y de la imaginación. Es el yo que construyo en los ensayos sobre la maternidad, obsesionada con preguntas sobre el hogar y la bondad y observar; es el yo que él encuentra mientras está agazapado frente a su cámara detrás de un castillo de pirotecnia en una fiesta de pueblo.

Quizá en el acto de crear una hija dividimos la unidad de los primeros tiempos de nuestro matrimonio y nos convertimos en dos, de nuevo. Uno mexicano y otra estadounidense. Uno que no siente culpa de ver Narcos durante horas y horas; otra que lee novelas interminables en la tina con una cerveza. Uno que puede pasarse todo un día de verano escaneando negativos en un cuarto oscuro y otra que corre más de 27 kilómetros por puro gusto. Jorge, Sarah. Tú, I. Nosotros, y México también.

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